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El título del bolero de Manuel Alejandro que hizo famoso Raphael y que interpretaron otros grandes de la canción romántica, viene al pelo en un país en que el género epistolar comienza a tener peso y protagonismo como nunca antes en los últimos quince años. Me atrevería, asumiendo el riesgo de la inexactitud, a prolongar ese lapso hasta toda la era democrática de Venezuela 1958-1998. En los comienzos de esas cuatro décadas las cartas eran manuscritas o redactadas con máquinas de escribir manuales primero y luego eléctricas. Como el servicio de correos venezolano nunca fue un ejemplo de eficiencia y puntualidad, había que tener la precaución de entregarlas en mano si es que la misiva en cuestión tenía una importancia capital. El correo electrónico fue la tabla de salvación: se podía amar, detestar, odiar, pedir matrimonio o su disolución, iniciar o cortar una relación de amistad, opinar, chismear, negociar, mentir y hasta estafar con solo un correo electrónico. Las cartas, lo que se llaman cartas, dejaron de tener distinción y estilo. Nunca sería lo mismo emailear si es que el barbarismo se admite, la inmediatez del correo electrónico le restó personalidad y glamour a la epistolografía.