por Rafael Poleo
Los venezolanos de hoy necesitamos odiar y estamos buscando a quién. A tales fines, propongo dos candidatos que en realidad son uno solo: Fidel Castro y a su hermano, Raúl. No Hugo Chávez, ese típico muchacho latinoamericano con la cabeza repleta de mierda a quien un electorado irresponsable hizo presidente en 1998 a pesar que prometía explícitamente acabar con la democracia, hombre marcado por una infancia desgraciada y una adolescencia conflictuada, que si no hubiera conocido a Fidel Castro hubiera sido alguna otra cosa –no necesariamente una buena, pero nunca hubiera infligido el daño de dividir a Venezuela y con ello esterilizarla para cualquier destino digno y justo.
El Chávez que en diciembre de 1994 llegó a La Habana para entrevistarse con Fidel Castro tenía la mentalidad de un político adolescente y como tal le habían tratado los generales que para sus propios fines le permitieron desarrollar una conspiración que empezó siendo una aventura infantil y terminó en auténtica tragedia. Arquetipo del político inescrupuloso, Fidel vio el enorme valor de la presa que se le ofrecía.
Aquel muchacho que andaba buscando a quien poder admirar fue plastilina en sus manos de experto escultor de idealistas manipulables.
Hubo un encantamiento a primera vista, ilustrado en una grabación que circuló en las altas esferas, donde la gestualidad del encantador y del encantado es tan clara y acentuada que casi parece una actuación teatral. Volver a ver esa cinta explicaría todo lo que ha sucedido en Venezuela desde aquel entonces. Autores como Carlos Julio Peñaloza han informado cómo, desde antes de asumir el poder en Cuba, Fidel Castro consideraba indispensable apoderarse del petróleo venezolano.
La aparición en Venezuela de aquel aspirante a héroe en busca de una epopeya le dio la largamente esperada y ansiada oportunidad de lograrlo.
Cada uno tenía lo que el otro necesitaba. Chávez le dio petróleo y Fidel le dio el proyecto de poder total que su víctima ansiaba para así compensar sus íntimas fracturas espirituales. No solamente le dio Fidel ese proyecto, sino que se lo gerenció y lo seguirá gerenciando hasta que llegue el momento, dolorosamente próximo, de su muerte y a través de Raúl y Nicolás aspira seguirlo haciendo después de que él y Hugo estén muertos y enterrados.
Al principio de este siglo 21, un funcionario del Departamento de Estado norteamericano me dijo que ellos tenían conocimiento de que Hugo me apreciaba y admiraba, que seguramente me oiría si hablaba con él. Le respondí que no había posibilidad de influir en el ánimo de ese muchacho, porque ya Fidel le había sorbido los sesos dándole algo que yo no podría: la fórmula del poder total y absoluto) Por ahí dejé escrita, en aquellos días, mi percepción de que esto sólo podría arreglarlo el tiempo.
Esperar a que se cumpliera aquello de que en Venezuela no hay buenos ni malos gobiernos sino buenos o malos ingresos petroleros, y buenos no quiere decir abundantes, quiere decir sólo lo suficientemente altos para financiar el pago de las locuras del administrador de turno.
Ha sido la ley fatal de nuestra historia que los regímenes se derrumban cuando no hay dinero, lo cual es aún más cierto para este régimen que muerto Chávez dependerá de una decreciente capacidad para sobornar. En abril de 2002 hubo una coyuntura así, de insuficiencia financiera.
El 17 de diciembre de 2001 me habrían llamado a una asamblea de gente importante que querían preguntarme cómo veía entonces el panorama. Les respondí que a largo plazo todo se resolvería por el colapso biológico de Chávez, un delirante psicópata que quemaba la vela de su salud por ambos extremos. Pero que a corto plazo, unos 3 meses, el gobierno entraría en dificultades financieras que le haría muy vulnerable –señalaba al período de marzo a abril de 2002. Ahora, enero de 2013, es fácil percibir que un cuadro semejante pero aún más grave se presentará en las mismas fechas de aquel 2002. Y esa percepción no es política sino financiera.
El gobierno chavista estaría en capacidad de superar este “idus de marzo” si Chávez no fuera rehén de los Castro o si su enfermedad se hubiese resuelto en la única forma en que puede resolverse un cáncer tan insidioso. Muerto –en el paseo de su cadáver--, o aún moribundo –con una frase, hasta con un gesto-, Chávez podría tranquilizar a quienes le adoran. Pero Maduro no.
Maduro no tiene ni pizca de carisma, no tiene el don de transportar a su audiencia, no es líder ni en el chavismo. No es Napoleón sino un Tayllerand, un cortesano que se adhirió con ventosas a los pantalones del caudillo y cuando vio que éste no tiene vida se aferró a las barbas de Fidel Castro, gracias a ese sensitivo olfato que perros y cortesanos tienen para saber quién es el que da las órdenes.
Como inspirado por el espíritu del mismo Juan Vicente Gómez, Cabello trata de no aparecer en ninguna foto, especialmente si es tomada en La Habana.
A Maduro lo empuja a un primer plano, dejándole la batuta de una orquesta sin dinero. Porque Cabello sí sabe sacar cuentas. No hay real y en Venezuela no hay gobierno que se sostenga cuando no hay real.
La intervención del pueblo y de los militares viene después que los factores de poder, los que deciden en esas coyunturas, han movido sus resortes. Ditirambos aparte, por eso cayó la oligarquía conservadora, luego el Gran Partido Liberal Amarillo como después caería el gomecismo tardío de López Contreras y Medina Angarita, la dictadura de Pérez Jiménez y por último, eso que ahora llaman La Cuarta República.
Puede que algún genio de las finanzas prolongue la agonía –Raúl mandará a los suyos para manejar el dinero venezolano. El dinero local puede inventarse y navegar en la inflación cuando hay producción interna, pero Chávez en su trágica y oceánica ignorancia sobre cómo funciona una nación, acabó con esa producción interna –Cabello trató de impedirlo y mal le fue por ello. Necesitamos divisas y no las hay, así que eso indispensable no habrá.
Los perros devorarán a los amos incapaces de darles su ración de pellejo…
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